Nicolás Maduro (Reuters) (Leonardo Fernandez Viloria/)
América Latina tiene en agenda para este año un total de seis elecciones presidenciales, de las cuales ya se han realizado dos (El Salvador y Panamá) y, en orden cronológico, restan las de República Dominicana (19 de mayo); México (2 de junio); Venezuela (28 de julio) y Uruguay (27 de octubre), además de las de Estados Unidos previstas para el martes 5 de noviembre.
En cada uno de estos países, excluyendo a Venezuela, el evento electoral se traduce en una jornada cívica y democrática, obviamente con los antagonismos propios de quienes compiten, con reglas claras y un árbitro transparente, incluyendo la observación internacional y con resultados reconocidos por los perdedores.
Es lo que solía ocurrir en Venezuela, tradicionalmente en la llamada IV República donde de manera ininterrumpida se realizaron elecciones presidenciales, y aunque las cifras entre los candidatos fueran muy estrechas, como sucedió en 1968 cuando Rafael Caldera derrotó a Gonzalo Barrios por menos de 40 mil votos, nunca hubo dudas sobre la legitimidad del ganador.
Así transcurrió la etapa democrática desde la caída del dictador Marcos Pérez Jiménez en 1959 y la posterior elección de Rómulo Betancourt como presidente, hasta el triunfo de Hugo Chávez Frías en 1998, quien encarnó un amplio deseo de cambio de la población, ante el desgaste del bipartidismo instaurado por Acción Democrática y Copei.
Chávez supo aprovechar la estabilidad institucional y la independencia de los distintos poderes públicos, incluyendo el sistema electoral, para llegar al Palacio de Miraflores en medio de altísimos niveles de popularidad y con el compromiso de gobernar sólo cinco años y respetar las reglas democráticas. Nada más lejos de la realidad. Utilizó el método de Carlos Menem, ex presidente de Argentina en los años 90, quien argumentaba ante sus colaboradores: “si digo lo que voy a hacer, nunca ganaría elecciones”.
Con Chávez primero y luego con Maduro, la competencia electoral ha sido, cada vez, un camino tortuoso para los factores de oposición en Venezuela. Partidos políticos proscritos, dirigentes encarcelados, censura a la prensa libre, control del Consejo Nacional Electoral (CNE), del Tribunal Supremo de Justicia (TSJ), son hechos que demuestran el complejo derrotero que le ha tocado enfrentar a quienes se atrevieron disputar el poder a la hegemonía Chávez-Maduro.
Es innecesario agregar episodios y eventos para entender cómo Venezuela ha llegado, a pocas semanas de la elección presidencial de este año, con esperanzas de derrotar a Nicolás Maduro, dado el inmenso rechazo que tiene entre los votantes (una encuesta realizada a mediados de abril vía WhatsApp da cuenta que el 98.3% de los consultados están convencidos de ir a votar por una opción distinta a Maduro; lo que se traduce en un piso de 6.8 millones de votantes para la oposición), pero también con mucha incertidumbre de que, antes del 28 de julio, se produzca alguna jugada oficialista que intente evitar un resultado ampliamente favorable a la oposición.
Maduro y su entorno han sido sorprendidos por unos adversarios, que para esta elección decidieron sortear cada obstáculo que el gobierno impone, y al momento de escribir este artículo, el candidato Edmundo González Urrutia, un diplomático de carrera, desconocido en el mundo político, se mantiene como favorito para ganar, según señalan todas las encuestadoras de prestigio en Venezuela (la encuesta vía WhatsApp mencionada anteriormente refleja que aglutina 6.5 millones de votantes, de los 6.8 millones que representan el piso opositor).
González Urrutia es un aspirante a la presidencia que realiza una campaña atípica en Venezuela y me atrevería a decir que también en el mundo, pues no ha salido de Caracas ni tiene contacto físico con los electores. Es una estrategia diseñada por María Corina Machado, quien sigue realizando giras por todo el territorio nacional para incentivar la participación de cara a las elecciones del 28 de julio y con ello elevar la intención del voto hacia el candidato de la Mesa de Unidad Democrática (MUD), organización que representa a 10 de los principales partidos de oposición en el país.
El reloj no se detiene ni tampoco las expectativas de los ciudadanos. Los días transcurren en medio de una tensa calma y una guerra de declaraciones de parte de Maduro y sus colaboradores, quienes buscan elevar el nivel de incertidumbre de una posible entrega del poder en caso de ser vencidos por Edmundo González.
Lo ha advertido el otro candidato presidencial de la oposición, Enrique Márquez, quien es una figura de reconocida trayectoria como parlamentario y experto en asuntos electorales ya que fue rector del CNE, quien esta semana alertó que “con conocimiento de causa, el gobierno va a intentar eliminar candidaturas o suspender las elecciones”.
Es comentario generalizado hoy entre la mayoría de los venezolanos que no hay manera posible de que Maduro pueda vencer con votos al candidato opositor. Sin embargo, persiste el temor de que una decisión de la justicia o del sistema electoral haga trizas todo lo alcanzado hasta ahora por los factores democráticos y Maduro reedite el accionar de Daniel Ortega en Nicaragua, demostrando que no entiende que la realidad venezolana es distinta a la nicaragüense; o incluso que suspenda, bajo cualquier pretexto, la cita electoral del 28 de julio.
A diferencia de El Salvador, Panamá, República Dominicana, México y Uruguay, sólo por citar los países que este año forman parte del calendario electoral presidencial, cada día que transcurre en Venezuela es como subir lentamente una montaña, sin la certeza de llegar o quedarnos en el camino.
¿Se atreverá Maduro, con decisiones autoritarias, impedir que los venezolanos se expresen con el voto, aún y cuando esto signifique perder el apoyo de Brasil y Colombia quienes abogan por elecciones libres; o por el contrario, decidirá competir y entregar el poder que ejerce desde 2013?
Esperemos que opte por la última opción, aunque no debe sorprender si se inclina por afianzar el talante autoritario y autocrático que lo ha caracterizado.