La masacre nazi de los Testigos de Jehová y la muestra “Triángulos Púrpura” en el Museo del Holocausto que recuerda su coraje

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Un grupo de Testigos de Jehová detenidos por los nazis en un campo de concentración. La ejecución para ellos era, por lo general, la decapitación con guillotina

Dentro del océano de horror que fue el Holocausto que llevó a cabo el nazismo, con su muerte de seis millones de judíos, habitaron varios lagos de espanto. Uno de ellos, lo padeció la comunidad de Testigos de Jehová. Según las fuentes de esa iglesia, de los 35 mil creyentes que vivían en Alemania y los países ocupados por el Eje hacia 1939, unos 1500 fueron asesinados por los esbirros del Tercer Reich.

La mayoría lo hicieron en las cárceles y campos de concentración, donde los sometían a trabajos forzados y torturas. Otros, luego de ser condenados a muerte, fueron decapitados en guillotinas, similares a las usadas durante la revolución francesa casi dos siglos antes. Un tercer grupo, presa de los sádicos experimentos médicos con inyecciones letales o cámaras de gas.

Fueron enviados, en su mayoría, a los campos de concentración de Auschwitz, Buchenwald, Dachau, Flossenbürg, Mauthausen, Neuengamme, Niederhagen, Ravensbrück y Sachsenhausen. Sólo en este último murieron 200 de ellos. Las ejecuciones también tuvieron lugar en las cárceles de Berlin-Plötzensee, Brandeburgo, y Halle/Saale, además de otros 70 lugares confirmados. En la primera de ellas, por ejemplo, fue decapitada en la guillotina el 8 de diciembre de 1944 Helene Gotthold, una mujer casada, madre de dos hijos, que habían detenido varias veces. En una de ellas, en 1937, perdió al bebé que esperaba durante el interrogatorio. En el segundo lugar, el 6 de mayo de 1943 y también decapitado, mataron a Gerhard Liebold, un joven de 20 años, cuyo padre había sido ejecutado de la misma forma dos años antes. En el tercero, el 22 de septiembre de 1944, como en los casos anterior, fue decapitado Rudolf Auschner, de apenas 17 años.

Ropa de presidiario con el triángulo púrpura que identificaba a los Testigos de Jehová detenidos por los nazis

La persecución, en estos casos, tuvo una motivación puramente religiosa. Los Testigos de Jehová, como en todo el mundo, se negaban a unirse al ejército nazi, a afiliarse al nacional socialismo, a saludar al Führer o usar la cruz svástica. De ellos, algunos sobrevivientes judíos de los campos de concentración dijeron: “No van a la guerra. Prefieren que los maten antes que matar”. Pero además, cuando Adolf Hitler ordenó prohibirlos, continuaron reuniéndose y divulgando sus creencias.

En estos días, el Museo del Holocausto de Buenos Aires junto al Departamento de Información Pública de los Testigos de Jehová, homenajea a esos hombres y mujeres de esa creencia que enfrentaron al régimen nazi y murieron en los campos de exterminio. La muestra, llamada “Triángulos Púrpuras: una historia de coraje y resiliencia”, hace mención a la identificación en forma de triángulo invertido que llevaban adherida a su ropa los Testigos de Jehová, así como los judíos portaban la estrella de David. La muestra se extenderá hasta el 3 de agosto de 2024 y se puede visitar de lunes a jueves de 11 a 19 horas y domingos de 11 a 18 horas en el Museo del Holocausto de Buenos Aires, Montevideo 919. Para ingresar, hay que anotarse en la página https://www.museodelholocausto.org.ar/visitas/

Mucha gente acompañó la inauguración de la muestra

En la ceremonia inaugural estuvieron presentes Jonathan Karszenbaum, director ejecutivo del Museo del Holocausto de Buenos, Alicia Tun, de la Embajada de Polonia; Daniel Shaposhnikov, vicepresidente segundo de la AMIA; Ariel Gelblung, director de Centro Simon Wiesenthal para América Latina; Marisa Breillat, directora del Centro de Estudios Sociales de la DAIA; Cristina Gómez Houston, de la Secretaría de Educación de la Nación; Daniela Luber, directora del Programa de Ayuda a Sobrevivientes del Holocausto de la Fundación Sedaka; el profesor Bruno Garbari; y Delfos Beltramelli, Alejandro WIllers y Marcos Donadío, de los Testigos de Jehová. Este último contó la historia de Martin Bertram: “Tenía 37 años. Era panadero en Frankfurt, Alemania. Él se negó a colgar un cartel que identificaría a su panadería como un negocio alemán. Decía que no quería asumir ninguna responsabilidad por la muerte de judíos. Así que continúo vendiendo pan a judíos. Se resistió a la coerción nazi y a renunciar a su fe. Debido a esto, pasó casi nueve años en cárceles y campos de concentración”.

Pero lo que conmovió fue la presencia, vía zoom, de una mujer anciana, Simone Arnold-Liebster, sobreviviente del Holocausto y Testigo de Jehová que, con sus 93 años, brinda charlas para generar conciencia, mantener viva la memoria de las víctimas y narrar lo terrible que fue su vida durante el régimen nazi.

Hasta el momento, 5 mil personas visitaron la muestra Triángulos Púrpuras

Sobreviviendo

Simone nació en Alsacia, Francia. Recuerda que, de niña, veía a su padre Adolph leyendo libros de geografía y astronomía en su sillón y su madre, Emma, tejer a su lado. Según cuenta “éramos católicos fieles. Cuando la gente nos veía decía ‘deben ser las nueve en punto, los Arnold van a la iglesia’. Yo iba todos los días, pero a mis seis años, mi madre me prohibió ir sola por la conducta impropia del sacerdote”. Fue la mujer quien introdujo a la familia a los Testigos de Jehová, al principio a espaldas de su esposo, que luego también ingresó en ese culto.

Cuando el ejército alemán invadió Francia, Simone tenía 11 años. Los Testigos de Jehová estaban proscriptos por el gobierno francés, pero bajo el régimen nazi la persecución se volvió monstruosa. “El 4 de septiembre de 1941 sonó el timbre de mi casa a las dos de la tarde. Papá regresaba a esa hora. Me levanté corriendo, abrí la puerta y un hombre que estaba detrás de él gritó ‘¡Heil Hitler!’. Me enviaron a mi habitación e interrogaron a mi madre durante cuatro horas. Cuando se fueron nos dijeron que no veríamos nunca más a nuestro padre, y que íbamos a correr la misma suerte”.

Luego, explicó, las presiones continuaron en el colegio al que asistía. Los alumnos debían saludar al profesor o al sacerdote que daba educación religiosa haciendo el saludo nazi. Ella se negó.

Simone Arnold-Liebster, cuando vivía en Francia y era presionada por los nazis que ocuparon su país por ser Testigo de Jehová (Hugo Martin/)

“Mi maestro de alguna forma me apreciaba. Quería ayudarme para que dejara de ser cabeza dura. ‘No te va a ir bien si no cedes’ me explicó. Y como se dio cuenta que yo no estaba de acuerdo, me dijo ‘Yo te voy a dar una solución. Saluda con la mano izquierda. La mano izquierda no es legal. El saludo se hace con la mano derecha’. Y yo le respondí: ‘No, no puedo. Porque sería una mentira. No miento’. Y entonces dijo: ‘No te puedo ayudar’. Y por eso me echaron de la secundaria. Y me mandaron a una escuela un poquito peor”, contó.

En el nuevo establecimiento la aceptaron bajo la promesa de guardar secreto sobre sus creencias y sentarse en el fondo del aula, donde podría pasar desapercibida.

Mientras tanto, los Testigos de Jehová continuaban con su prédica en forma clandestina. Las reuniones se llevaban a cabo en un bosque. La persecución continuaba: con el antecedente escolar, la obligaron a concurrir a un psiquiatra. “Fue un interrogatorio. Querían saber los nombres de otros Testigos”, concluyó.

Simone Arnold-Liebster da su testimonio vía Zoom en el Museo del Holocausto de Buenos Aires (Hugo Martin/)

Cuando en su colegio se dieron cuenta que había hablado sobre su iglesia con una compañera, la sometieron a un tribunal. Tenía sólo 12 años. Fue sentenciada y la enviaron a un correccional. “Dijeron que como me educaron en Asociación Internacional de Estudiantes de la Biblia (Nota: así se llamaba antes a los Testigos de Jehová), me convertiría en alguien depravado y en un peligro para otros”. La condena no se llevó a cabo de inmediato. Pero quizás lo que llegó para Simone fue peor.

Un mes más tarde, recuerda, su clase fue elegida para pasar dos semanas en un campo de entrenamiento de las Juventudes Hitlerianas. Pero no fue. En lugar de eso, llegó tarde a propósito y se presentó frente al director de la escuela. “Se puso furioso al verme. Me llevó a un aula, llamaba a cada niño a la tarima y en vez de darle el libro de calificaciones, lo abofeteaba con él y les decía ‘ella es la responsable’”. Luego la colocaron en el centro de todos los alumnos. “Se explicó qué era la libertad y qué se hacía con los traidores. Gritaron ‘Sieg heil’ y cantaron el Himno Nacional. Cuando llegué a casa, tenía una carta: ‘Simone Arnold debe presentarse en la estación de tren mañana’”. Era para ingresar al correccional.

Simone fue con su madre. Dos mujeres la detuvieron. No se pudo despedir de su mamá. Le sacaron los zapatos y la dejaron descalza: así estuvo hasta el invierno. Su colchón estaba relleno con semillas. Le dieron seis pares de medias para remendar y le advirtieron: si no terminaba, no comería. “Por primera vez lloré, lo hice toda la noche”, cuenta.

Esa madrugada, a las 5.30, se despertó. “Tenía la cama manchada de sangre. Había comenzado a menstruar poco antes. Hablé con la primera profesora que encontré, la señorita Messinger. Llamó a otra niña, que me enseñó a lavar la sábana con agua fría”. Mordaz, la maestra le dijo ‘Decile a tu Jehová que te ayude’.

«Mujeres que resisten», otro tópico de la muestra del Museo del Holocausto

La disciplina era rígida. En el lugar había 37 niños de entre 6 a 14 años. Les prohibían hablar entre ellos y estar solos, hasta para ir al baño. Sólo podían tomar dos duchas al año, y el pelo, se lo pudo lavar sólo una vez. El desayuno era, invariablemente, un tazón de sopa. En el invierno de 1944 la hicieron cortar árboles con un serrucho. Tenía que limpiar la habitación de la profesora Messinger. Y cuando algo salía mal, recibía una paliza o la dejaban sin comer.

Unos meses después, su maestra le contó que su madre había sido arrestada y llevada al campo de concentración de Schirmeck, el mismo donde estaba su padre. Esos datos los supo después.

Cuando en 1945 la guerra terminó y los nazis fueron derrotados, su madre, que había sobrevivido, la fue a buscar. “No la reconocí, después de todo lo que había sufrido. Se negó a coser los uniformes de los soldados, así que la pusieron en aislamiento durante meses en un refugio bajo tierra. Después la llevaron con mujeres sifilíticas, para que se contagiara. Mientras la trasladaban a Ravensbrück terminó la guerra, los alemanes huyeron y quedaron en libertad. Cuando venía a Constance, donde yo estaba, en un bombardeo quedó herida en la cara. Cuando la vi estaba demacrada por el hambre, enferma y apenas hablaba. Me di cuenta quién era cuando reclamó el derecho de llevarme a casa”.

El traje de prisionero con el triángulo púrpura cosido del lado izquierdo para identificar a los Testigos de Jehová

Volvieron a su viejo departamento. La Cruz Roja les dijo que el padre había muerto. Pero en mayo de 1945 se produjo el milagro: apareció. Había perdido el oído: del campo de Schirmeck lo habían llevado al de Dachau. Allí contrajo tifus. Y lo sometieron a experimentos médicos. Más tarde lo derivaron a Mauthausen para hacer trabajos forzados. Allí fue atacado por perros. Pero sobrevivió.

A los 17 años, Simone se convirtió en ministra de los Testigos de Jehová. Se mudó a Galaad, en los Estados Unidos. Y en la central mundial de la Sociedad conoció a Max Liebster, un judío alemán que se hizo Testigo de Jehová, con quien se casó.

A los 93 años, todavía recuerda una de las mejores enseñanzas que le dejó su madre. Fue después de la guerra, cuando la familia ya estaba reunida. “La llamó un policía francés. Le dijo que si firmaba un papel, iban a arrestar a los que nos habían denunciado, los responsables de lo que nos habían hecho. Mamá vio el nombre, eran vecinos, del mismo edificio. Pero ella no firmó y le dijo: “Un cristiano no se venga, no devuelve el mal con otro mal”.

Fotos: Gentileza Museo del Holocausto de Buenos Aires

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