Juan Bautista Duizeide: “Hasta la literatura más realista del mar tiene algo de alucinación”

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El protagonista de «Vuelta encontrada» es un personaje conocido para los lectores de Duizeide, el capitán Gonzaga, ya en el crepúsculo de su vida y su carrera.

Juan Bautista Duizeide nació en Mar del Plata y vive en una isla del Tigre. Como piloto de ultramar navegó el Atlántico, el Pacífico, el Mar del Norte y el Báltico. Estuvo a punto de naufragar a unas cincuenta millas de Tierra del Fuego. Entre otros libros publicó la novela Kanaka y el libro de cuentos Noche cerrada, Mar abierto. Compiló además antologías dedicadas a relatos marinos: Cuentos de navegantes y Abordajes literarios.

Su libro más reciente es Vuelta encontrada, publicado por Leteo, la misma editorial que publicó sus cuentos y que creó y dirigió hasta su muerte el escritor, traductor y editor Christian Kupchik (1954-2023). En el registro náutico, “vuelta encontrada” es un concepto que refiere a la situación en la que dos buques o embarcaciones que están próximas entre sí navegan hacia rumbos opuestos.

El libro de Duizeide reúne relatos y poemas que conforman una obra que puede también incluirse dentro del género novela. El protagonista es un personaje conocido para los lectores de Duizeide, el capitán Gonzaga, ya en el crepúsculo de su vida y su carrera. Las narraciones van hacia el pasado, hacia los mares y puertos que construyeron su personalidad y hacia la singularidad de los hombres que el marino conoció en cada uno de los barcos.

Cielos, aguas, colores, aves, sonidos, luces. Todo barco es una máquina de contar historias, escribirá en uno de los capítulos. Todo barco es un monasterio y un manicomio, dirá también. Y algo más: todo barco es una cárcel de ilusos reclutados por la libertad.

La entrevista que sigue a continuación tuvo lugar pocos meses atrás, en un estudio de Radio Nacional.

El mar y la literatura forman parte indisoluble en la vida de Duizeide.

— ¿Por qué usás J. B. y no Juan Bautista como firma? ¿En quién pensás cuando te haces llamar así?

— Hay toda una tradición de autores que me gustan y que firman con las iniciales. Uno bastante cercano es C. E. Feiling, Carlos Eduardo Feiling, Charlie Feiling. Pero también hay cierto problema con mi nombre, un nombre de obvia raigambre católica y, sin embargo, yo no estoy bautizado. Pero además era el nombre de mi abuelo paterno y era el nombre que, familiarmente, desde fines del siglo XIX le ponían al primer hijo varón de cada una de las generaciones. Mi abuelo era un personaje muy fuerte, muy grande, pero además ese ancestro lejano era un oficial colonialista francés que fue herido en Madagascar y fue condecorado. Y no me resulta especialmente reivindicable, más allá de que puedo entender su contexto. Entonces, todas esas cosas hacen que me gusten más las iniciales. Quizás tendría que hacer otra cosa, suprimir mi apellido y llamarme Juan Bautista, porque es complicadísimo.

— O, al revés, dejarte solo el apellido, como Fogwill.

— También. Para pasar al anonimato absoluto, ya con un apellido impronunciable.

— ¿Hay gente que te llama J. B.?

— Hay muchos amigos que me dicen J. B.

— Y también hay otro J. B. que resuena ahí y que aparece en tu libro (risas). Algo muy ligado también a la vida marina, me imagino, el tema del whisky ¿no?

— Sí. Y más segundas, terceras y cuartas marcas.

— Claro. Es muy poco común que, leyendo en lengua castellana original, me encuentre yendo tantas veces al diccionario. Y lo agradezco, en un punto. Después de leer Vuelta encontrada me encontré con montones de palabras que desconocía y no solo del mundo marino o del mundo de los barcos. La sensación es que utilizás la lengua castellana en todo su esplendor y posibilidades, algo que es maravilloso. Contame un poco cómo fue tu formación lectora.

— Nunca diría, como se suele decir, que soy alguien que aprendió solo, un autodidacta, porque esto es básicamente injusto. Nos van formando muchas personas. Para comenzar, mi madre, que es la persona que me enseñó a leer porque yo tenía una gran avidez porque me contaran historias. Esto generaba una demanda muy grande y entonces entendió que lo mejor era enseñarme a leer. Así que ahí empieza. En general en las casas de mi familia había muchos libros y tenían la idea quizás disparatada de que podía agarrar cualquier libro, así fuera Memorias de una princesa rusa, que algo iba a entender y que, si me interesaba, estaba bien.

«Vuelta encontrada» es un concepto del registro marítimo que alude al momento en que dos barcos próximo circulan con destinos opuestos. El libro de Duizeide fue editado por Christian Kupchik para Leteo.

— Que modernidad.

— Sí, sí. Bueno, pensemos, una crianza de niño en los años 70, de clase media, tampoco resulta algo tan extraño. Y pesó sobre mí mucho la narración oral, también. Yo pasé buena parte de mi infancia en un hotel que tenían mis abuelos muy cerca del mar, a media cuadra del mar, donde paraba gente bastante estrafalaria. O sea, turistas pero también fuera de temporada mucha gente vinculada con los barcos, con las agencias marítimas, el puerto, y a mí siempre me interesaron esas historias. Particularmente, un tío abuelo mío, Rafael Duizeide, era un excelente narrador de historias pero, sobre todo, de una historia que era su naufragio en lanchas pesqueras en las Islas Blancas, cerca de lo que hoy es Bahía Camarones. Eso a mí me fascinaba. Yo creo que más que navegar quería naufragar.

— (Risas). Y estuviste a punto, por lo que leí.

— Y estuve a punto, sí. Estuve más de una vez, pero digamos que esa fue la más interesante. Y, después, tuvo un peso muy fuerte en mi vida un profesor que tuve en la secundaria, que es José María Ferrero. Esto es extraño porque yo hice la secundaria en el Liceo Naval Militar en la peor época de la dictadura genocida, entre el 78 y el 82, nada menos, y el programa de literatura que tenía sería avanzado hoy. No solamente por los autores que se veían, que eran autores que estaban prohibidos, sino, además, por la metodología de trabajo. En quinto año, pongo un solo ejemplo para no abundar pero me parece que es muy significativo, veíamos literatura, lógica, filosofía y parte de matemática, todo junto, a partir de cuentos de Borges.

— Impresionante.

— Eso yo lo agradezco muchísimo porque eso es una formación lectora fabulosa para alguien de 16, 17, 18 años.

— Vos sos más chico, pero mencionaste antes a Charlie Feiling, quien también estudió en el Liceo Naval.

— También era egresado. De hecho, cuando él estaba en quinto año, yo estaba en primero.

— Exacto, él era del 61.

— Es muy cómico, era el más chico de su promoción. Por eso no tiene tanta diferencia de edad conmigo. Él era el encargado de enseñarnos urbanidad y cortesía.

— Contame qué es Vuelta encontrada.

— Si lo supiera… Vuelta encontrada, sigo con los agradecimientos, es el máximo trabajo que hice con un editor, que fue Christian Kupchik. Yo publiqué libros en Alfaguara y en Adriana Hidalgo, donde trabajé con editores y editoras que tienen un alto nivel de profesionalismo y que están todo el tiempo en el asunto. Pasar a trabajar con Cristian fue como pasar de las dos dimensiones a la tercera o a la cuarta por su nivel de sensibilidad, de perspicacia, para comprender hacia dónde va un libro.

Duizeide estudió en el Liceo Naval y navegó profesionalmente para la Armada y la Marina Mercante. Dice que comenzó a escribir cuando perdió el mar.

— Y de paciencia, me imagino.

— De paciencia. Como si hubiera todo el tiempo por delante. Christian leyó tres versiones del libro. Una de esas versiones había llegado a tener más de 380 páginas. Yo creo que él era alguien que entendía en ese silencio, en ese aparente silencio del texto, cuál era el deseo del texto y de su autor, hacia dónde ir. Y tenía mucha cancha y mucha delicadeza para intervenir y, a la vez, mucha precisión.

— Y mucha lectura.

— Sí, era un erudito y un canyengue a la vez. Digo, sabía cómo llevar el libro hacia determinado lugar que uno quería y no sabía que quería. Me parece que sin el trabajo de Cristian este libro no sé si hubiera sido o hubiera sido muy distinto. Yo creo que finalmente terminó asumiendo una forma alrededor de la cual yo siempre rondé, que me interesa mucho, que es la forma del haibun. Es una forma japonesa que incluye haikus y prosa más o menos poética narrativa. Por ejemplo, son muy famosos los diarios de viaje de Matsuo Bashō que tienen la forma haibun. Y es también para mí la constancia de alguien que alucina porque está a punto de morirse.

— ¿Cuándo llega a tu vida Gonzaga, tu personaje?

— No lo recuerdo muy bien porque aparece de un modo medio extemporáneo en una novela vieja que se llama La canción del naufragio. Un tripulante llega a último momento a un barco que sale desde Quequén hacia el Pacífico. Era el único tripulante que podían conseguir. Era una época en la que había mucho trabajo para navegantes argentinos. Y él les avisa: “vengo de trabajar con Gonzaga, me mató”, algo por el estilo, “así que acá vengo a descansar”. Esa es la primera aparición, que fue como una intuición. El personaje no aparecía en absoluto en toda la novela pero había como un sobreentendido, ¿no? Toda la gente que navegaba sabía que ése era un tipo complicado y no se explicaba nada más.

— ¿Y eso fue hace cuánto?

— Hace una década, más o menos.

— Y venís trabajando sobre el personaje, que se va poniendo grande, crepuscular, digamos.

— Sí, porque en ese momento, bueno, aparece como capitán pero yo después voy hacia atrás y hacia adelante. En el libro de cuentos que publicó Leteo, que es Noche cerrada, Mar abierto, y que podría llegar a leerse como una novela compuesta por cuentos, Gonzaga en todos o en casi todos es capitán pero en algunos es piloto, más joven y, sobre todo, varía la función que tiene dentro de cada relato. En uno solo es el narrador, donde él está en un geriátrico y lo que hace es contarles a sus compañeros de geriátrico historias del mar. Y en otros es un personaje fugaz o una alusión mientras que en otros es protagonista. En todos está no solamente con diferentes edades sino con diferentes funciones narrativas, es decir, narrador, protagonista o personaje secundario.

«A ‘Vuelta encontrada’ yo no lo llamo novela, aunque hay gente que lo llama así y le gusta leerlo como una novela. Está bien, me parece que los géneros son también expectativas y formas de lectura», dijo Duizeide.

— Bueno, en Vuelta encontrada hay algo de eso también porque él está todo el tiempo pero, de pronto. son otros los personajes que aparecen en foco Y también yendo hacia atrás y hacia adelante en el tiempo, de manera difusa. El lector hace asociaciones por algunas cosas que se dicen pero tampoco hay un presente clarísimo. ¿Cómo decidiste trabajar la cuestión temporal de los relatos?

— Yo pensé que no debían tener marcas demasiado fuertes porque, desde que empecé con los primeros textos, sabía que era una alucinación. O sea, mi primera novela creo que también fue una alucinación y esta es una alucinación distinta. Esa primera novela, Kanaka, era la alucinación de alguien que, en medio de una gran euforia, iba a atravesar una tormenta para navegar desde la isla Martín García hasta Buenos Aires, intentando buscar ayuda. En esta era alguien que estaba agonizante, aunque nunca se dice que está agonizante, se cuenta como a la pasada que tiene grandes dolores renales, etcétera, etcétera, pero el lector entiende o no entiende. A mí me interesa más una música… Cuando mencionabas lo de las palabras, seguramente si alguien las busca en el diccionario, las conoce, le van a aportar algo más. Pero a mí me interesa sobre todo una cuestión sonora, ¿no? Que esto sea como un movimiento en distintos horarios y con distintos vientos del mar. Digo, que estén esos distintos planos.

— ¿Decís que acomodás la lengua al ritmo del mar?

— Lo intento. Sería demasiado ambicioso. Pero lo intento, digamos. Está en mis planes, está en mi programa. Con este libro, además, lo que pasó es que yo estaba sumamente disconforme con todo lo que había escrito y publicado pero había partes que reivindicaba. Entonces, lo que hice, copiando un poco a Leónidas Lamborghini, fue que me dije: “bueno, voy a hacer Carroña última forma. Recorto los pedazos que me interesan y armo un gran collage a ver si funciona”. Y, haciendo mínimos cambios, funcionaba. En el camino fui un lector tardío del Ulises, yo había leído todo Joyce pero no el Ulises, y ahí me empezaron a agarrar las ganas de escribir otras cosas, hasta que llegue a esta penúltima versión de casi 400 páginas que fuimos desbrozando con Christian con mucha paciencia, con mucha sutileza. Él nunca me dijo “este pasaje no va”. Nos reuníamos supuestamente para hablar del libro, yo no lo llamo novela aunque hay gente que lo llama novela y le gusta leerlo como una novela. Está bien, me parece que los géneros son también expectativas y formas de lectura. Si alguien lo quiere leer como una novela, está muy bien. Y él me hablaba de que Maupassant odiaba la torre Eiffel pero iba a comer siempre al restaurante que quedaba arriba de todo y que cuando le preguntaron: “¿no es una contradicción que usted odia este lugar y dice que esto es un adefesio? El respondió: “No, vengo acá porque es el único lugar de París desde donde no se ve la torre”.

— Muy bueno (risas).

— Y se hacían los encuentros de horas y horas y, en algún momento, me decía “Mirá, Juan, me tengo que ir”. Y yo me iba con un “Qué buena que estuvo la charla pero qué colgado, no me dijo nada del libro”. Me daba cuenta de que me había estado hablando todo el tiempo del libro y no había señalado una página ni había señalado nada, pero que había sido todo muy preciso lo que él me había comentado. Hablaba en parábolas, como Cristo. Solo se trataba de sentir esas parábolas. Así que después yo me tranquilizaba. Aunque ni mencionara el libro, porque me podía estar hablando del último libro que había traducido de Tove Jansson y yo sabía que tenía que recordar lo que me decía porque iba a volver a mi texto de otro modo. Así que, bueno, ese fue el trabajo y finalmente asumió esta forma más sintética.

Duizeide: «Haber navegado me hace leer los libros que tienen que ver con el mar, de otro modo. Y también escribir lo que tiene que ver con el mar de otro modo».

— ¿Cuánto tiempo estuvieron trabajando en eso?

— Y, desde antes de la pandemia. Con una aceleración en el último año y medio antes de la publicación.

— ¿Y la idea de los títulos largos que acompañan a veces capítulos brevísimos estaba desde el comienzo?

— Sí, eso estuvo siempre. Me gustaba por una textura de la novela del siglo XIX, que también está en la novela de aventuras, y me parecía que generaba un cierto distanciamiento, como un juego de tensiones. O sea, está la alucinación, que es estar muy metido en la cabeza de esta persona, pero estos títulos generaban cierta distancia y hasta cierto humor, si se quiere. Por eso los mantuve.

— Uno conoce montones de lectores de novelas marinas que sueñan o aspiran con esa clase de aventuras pero en tu caso, en cambio, eso formó parte de tu vida.

— Sí, fue mi vida desde muy joven y duró poco tiempo por los avatares económicos y políticos del país. De todas maneras, me parece que hay que puntualizar algo que es un recorrido original que no es el propio de los marinos. Yo llegué a navegar en principio en la Armada y luego en la Marina Mercante por los libros. Eso fue lo que me llevó a querer hacer eso que estaba en los libros. La lectura un poco bovarista. Y ese pensar que “yo voy a navegar y voy a navegar en serio”. Lo cual hizo que mirara con otra distancia y con otro capital simbólico lo que era la navegación. Yo no fui a navegar en la Marina Mercante porque se ganaba mucha plata, no era la idea. Iba por otra cosa. Entonces era distinto a bordo. Y también al momento de escribir, porque empecé a escribir cuando perdí el mar o, por lo menos, cuando perdí la profesión del mar porque siempre seguí navegando de otras maneras, ahí es donde empecé a escribir. Y haber navegado me hace leer, sobre todo los clásicos del mar o los libros que tienen que ver con el mar, de otro modo. Y también escribir lo que tiene que ver con el mar de otro modo. No por una cuestión de contar experiencias, de hecho yo no cuento en general cosas que me hayan sucedido a mí, son todas inventadas. Pero hay como una información, como un tono si se quiere o unos ritmos que yo los conozco, creo conocerlos. Y entonces lo que tomo es eso, digo, no es que tomo las historias y lo que hago es narrarlas. Tomo un tono que identifico como el tono del mar y lo uso para contar las cosas que se me ocurren.

— ¿Qué sería ese tono del mar?

— Es un tono que no es el de la tierra. Es bastante más drástico. Hablé de ritmo también, tiene una velocidad bastante paradójica. En el mar las cosas parece que suceden de modo muy lento y, sin embargo, suceden a la velocidad de la catástrofe. El mar todo el tiempo nos recuerda la muerte, es un gran memento mori, pero también nos recuerda la cuestión de nuestra debilidad esencial. Quizás en tierra la cosa está un poco más peleada. En el mar, aún con la máxima tecnología uno rápidamente se da cuenta que sobrevive, no es que tiene todo tan controlado y que todo es tan posible de ser medido. Me parece que todo hace al tono del mar, las incertidumbres, las vaguedades.

— ¿Cómo separás lo que estamos hablando en relación al tono del mar con lo que significa el cielo? Porque el cielo aparece permanentemente en tus textos. Todo lo que el cielo dice, el lenguaje del cielo aparece permanentemente en los relatos.

— Es una buena acotación. Para mí el cielo del mar es también el mar. Porque es un cielo bastante distinto al cielo de la tierra, si bien el cielo de la llanura pampeana argentina se le parece bastante. O el cielo que inventa Saer, ese “exceso de cielo” de los viajeros ingleses y los primeros pintores viajeros. Cómo se representa la llanura: la llanura es cielo. El mar también es cielo. Y el cielo todo el tiempo está diciendo cosas, amenazando o diciendo cosas ambiguas o engañando y está muy, muy presente.

— Claro, porque está el cielo y está también lo que se ve o que parece verse. Porque esa es otra de las cosas que aparece mucho también en los relatos. Está lo que tiene que ver con el mar, con el oleaje, con el cielo, el cielo de día, de noche, la neblina, y está aquello más fantasmático, que se ve o que parece que se ve. Una roca, una isla, las aves también. Los avistajes de distinto tipo, ¿no? Me alucina porque es una literatura tan diferente.

— Es que el mar es alucinatorio, ¿no? Me parece que incluso la literatura más realista del mar tiene algo de alucinación porque funciona así y uno está, sobre todo de mi parte que era piloto, uno está todo el tiempo mirando para afuera del barco. Y sabe que se engaña, que aún el ojo muy entrenado se engaña. Que esto puede ser otra cosa o puede ser otra, o puede ser otra. Incluso se engaña con el instrumental. Entonces, lo provisorio, lo que podría ser pero podría no ser, siempre está presente y a mí me interesa. Digo, eso también tiene que ver en la literatura que a mí me interesa: sí, es esto pero quizás sea otra cosa, incluso la contraria. En el mar muchas veces eso está presente.

Duizeide vive en una isla del Tigre y sigue navegando. «Incluso la literatura más realista del mar tiene algo de alucinación», dijo.

— La literatura marina es tradicionalmente una literatura masculina. Posiblemente porque los mares fueron más surcados por hombres, porque las mujeres que estaban en los barcos eran muchas menos y posiblemente no escribían. ¿Hay lectoras mujeres que te leen? ¿Qué les pasa hoy con esta literatura?

— Creo que la del mar es una literatura que tiene poco que ver con las agendas de la época. Sí tiene que ver con los problemas de la época. Hay un gran libro que es un libro de no ficción de un periodista de origen latino, de The New York Times, que se llama Mares sin ley o El mar sin ley, de Ian Urbina, que con el capital simbólico que es ser un reportero freelance del Times y también con la banca para viajar por todo el planeta, fue reportando la problemática surgida en los mares a partir de la desregulación, que tiene unos efectos económicos, ecológicos y humanos específicos. Yo no me puse a hacer no ficción, así que va por otro lado. Tengo bastantes lectoras mujeres pero, además, hay muy buenas autoras mujeres. Si yo tengo que nombrar una novela actual escrita en castellano acerca del mar, y no me quedo solamente con la Argentina, es Trasfondo, de Patricia Ratto, que es una novela fabulosa. Transcurre a bordo del submarino San Luis, durante la guerra de Malvinas. No entra en combate, solamente escapa de un barco que intenta detectarlo por sonar. Prácticamente no salen afuera. Y, sin embargo, cuenta muchas cosas. Cuenta cómo es la vida en el mar, tan particularmente como es en un submarino.

— Claro.

— Cuenta perfectamente la guerra. Pero, además, cuenta este mundo de rumores que fue la dictadura en la Argentina. Para mí es una de las mejores novelas de la dictadura. Y está perfectamente contada y es una narradora mujer que vive en Tandil, que no tiene nada que ver con el mar, ¿no? Así que, si bien tradicionalmente fue una literatura de señores en un doble sentido, o sea, de hombres pero en general de hombres de determinada posición, la primera gran revolución copernicana ocurre cuando alguien que es un marinero pero no es un marinero cualquiera empieza a escribir acerca del mar y esto tiene una fecha. De hecho, Melville le agradece. El autor del que hablo es Richard Henry Dana, que era un estudiante de derecho, si no me equivoco de Harvard, que tenía algo que quizás hoy diagnosticarían como estrés en la primera mitad del siglo XIX y el médico le dijo que tenía que hacer un viaje por mar, pero como marinero. Esto era un diagnóstico y una propuesta terapéutica demencial, porque la vida de los marineros en los barcos a vela del siglo XIX era sumamente cruel. Siempre mojados, durmiendo mal, exhaustos, con escorbuto a pesar de que ya se sabía que con limón se lo podía combatir, maniobras peligrosísimas, capitanes violentos. Bueno, él sigue estas instrucciones de su médico, hace un viaje de dos años y pico desde la costa Este desde los Estados Unidos hasta California y regresa a bordo de un par de barcos, uno de ellos era el Pilgrim y el otro no recuerdo el nombre. Y surge un libro de no ficción que es Dos años al pie del mástil, que es la primera vez que alguien que es un marinero y no un escritor de ficción o un capitán o un escriba de un capitán escribe un libro a partir del realismo en el mar. Y eso parte en dos la historia de la literatura marinera.

— Ahora, pero es un marinero a su pesar, quiero decir, sigue una indicación, lo mandan.

— Bueno, lo mandan pero él podría haber dicho “esto es un disparate, no voy”. Él va, sigue, es obediente con su médico. Ve y vive cosas terribles. Y tiene, claro, tiene metalenguaje para poder contarlo, ¿no? No es que no hubiera textos previos de marineros pero son mucho más pobres. Él tiene una mirada con una distancia cultural que es la de un estudiante, pensemos que él iba a estudiar Derecho a una facultad de 1830 y pico. El suyo es un libro fabuloso.

— Es un hombre que tenía biblioteca.

— Tenía biblioteca en la cabeza, otra mirada y otra escritura. Para que Melville le agradezca y diga que no hubiera existido Moby Dick sin él, es un libro importante.

— ¿Y qué fue Moby Dick para vos?

— Qué es todavía.

— ¿Qué es?

— Es un libro que leo casi todos los años. Un año lo leí tres veces.

— Lo puedo entender, es un libro Biblia.

— Es un libro Biblia. Hay algo que dice (Guillermo) Saccomanno y que creo que tiene razón: hay como distintos grandes libros de entrada a la literatura con mayúsculas. Que no quiere decir que uno después no lea los otros. Pienso en el Ulises, pienso en Proust y En busca del tiempo perdido y pienso en Moby Dick. No sé si hay otros tan a esa altura. Moby Dick, muchos años antes, es un Ulises del mar.

— Habías hablado de Madame Bovary, podríamos sumarlo.

— Podríamos sumarlo. A mí más que Madame Bovary me gusta Un corazón simple, que lo traduje. Y me gusta mucho Bouvard y Pecouchet.

— Yo soy fan de La educación sentimental. Como sea, coincidimos en que a Flaubert lo podemos sumar.

— Sí, totalmente.

— Así que Moby Dick sigue siendo uno de esos libros a los que volvés.

— Sí. Hay algo que Borges escribió -si no recuerdo mal, en el prólogo a una edición de Bruguera de Bartleby, el escribiente- donde dice que Moby Dick es el libro que crece, crece y crece hasta usurpar el tamaño del cosmos.

— Qué lindo eso.

— Y es muy bueno porque no sé cuántas veces lo leí y sigo encontrando cosas de contenido y también de forma. Esa cuestión, además, de ser un libro absolutamente intraducible. Por eso, en algún momento un año lo leí tres veces porque yo, de manera bastante snob y hasta un poco nacionalista, sostenía que la mejor traducción que existe es la de Enrique Pezzoni.

A la manera de libro Biblia, Duizeide lee «Moby Dick», de Melville, todos los años. Un año llegó a leerlo tres veces.

— Sí. Originalmente en la edición del Fondo Nacional de las Artes.

— Exactamente, dos tomos grises.

— Como la ballena.

— Yo dije “no tengo elementos para decir esto”, así que lo leí por primera vez en inglés, leí la traducción de Valverde y leí la de Pezzoni. Sigo pensando que la de Pezzoni es la mejor pero también hay cosas en las cuales Valverde es mucho más acertado que Pezzoni.

— ¿Y te ves viejito y traduciendo vos esa novela?

— No, es un Everest. Es un Everest. No, no, no. Excede mis fuerzas. No solo mi inglés, mis fuerzas físicas, morales. No, no.

— Antes hablabas de tu familia y tu familia uno también la encuentra en Vuelta encontrada, porque hay unas ilustraciones maravillosas que son de tu abuelo.

— De mi abuelo materno, al que no conocí más que por sus cuadros y sus grabados y sus dibujos, así que fue una linda forma de colaborar con un ancestro que también tuvo que ver con mi formación. La casa de mi abuela en Mar del Plata estaba repleta de estos cuadros, así que las primeras imágenes del mar tienen que ver con los cuadros de mi abuelo.

— Un mar que él cruzó, por otra parte.

— Mar que él cruzó como niño inmigrante, enviado a ver qué pasaba.

— Algo que me gusta mucho de tu libro tiene que ver con la incrustación de relatos que a lo mejor leíste en algún otro lado. Como lo que aparece cuando bajan, en un determinado momento, y se encuentran con esas estatuas construidas con los materiales de las ballenas. Hay una forma del relato que me hace acordar a Borges. ¿Qué te pasa con Borges?

— Cuando sale la primera edición de las obras completas de Borges en dos tomos (el verde y el marrón), mi padre me los regala. También con esta idea de que “bueno, en algún momento seguro lo puede agarrar”. Y yo agarraba ese libro como agarraba Patoruzito.

En la edición de «Vuelta encontrada» hay reproducciones de pinturas del abuelo de Duizeide.

— Total.

— Para mí Borges no era esa cosa intocable. A mí me gustaba de muy chico, no sé qué entendería, pero me encantaba “La casa de Asterión”. Me parecía un cuento fabuloso. No entendía muy bien qué sucedía. No tenía la referencia mitológica, la adquirí después. Pero hay algo -de nuevo-, del tono, de cierta crueldad mezclada con la piedad que a mí me fascinaba. Y volvía y volvía sobre ese cuento. Y también es un escritor que me ayudó a formarme. Cuando yo estaba en el Liceo Naval, a partir de segundo año fui un refugiado en la biblioteca. O sea, yo soportaba esa vida que era muy difícil con los deportes y con la biblioteca. Con Mariano Estrach, un amigo y compañero de navegaciones aun hoy en día, se nos ocurrió empezar a leer todo lo que Borges recomendaba. O sea, si Borges decía algo bueno sobre un autor o un libro, para nosotros era “bueno, vamos a ver qué es”.

— Un gran guía, Borges.

— Un gran guía. Como un Virgilio, pero para entrar al infierno de las literaturas.

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